Luis Ramón
Lecciones de negocio.
De regreso del Gran Fondo, la célebre competencia que consiste en dar dos vueltas en bicicleta a la isla de Cozumel, que hizo Luis mi hijo, junto con mi compadre Chuy, vimos en la carretera, entre Playa del Carmen y el aeropuerto de Cancún, un gran panorámico, anunciando un concierto de Andrea Bocelli en Maroma.
La playa Maroma… una de las mejores playas del mundo. Una maravilla dentro de las muchas maravillas de nuestro maravilloso México. Muchas veces me he alojado en varios de sus elegantes y pequeños hoteles boutique.
Para un evento tan especial, decidí que los boletos también deberían ser especiales, así que inmediatamente adquirí dos para primera fila y con hospedaje en el Chablé, que se promovía como hotel sede y el único a través del cual se entraría directamente al concierto.
Había visto a Bocelli en dos ocasiones anteriores. La primera en la final de Champions en Milán. Y la segunda, el pasado diciembre en Pittsburgh para celebrar mi cumpleaños y ser testigo de la despedida de Ben contra los Cuervos, Bocelli cantó en el auditorio de los Pingüinos. En aquella ocasión compramos tres boletos tan arriba, que, si levantábamos las manos, podíamos tocar el techo.
El público de aquel concierto era otoñal, por no decir que, más bien, invernal. Después de casi dos años de pandemia, habían asistido con sus mejores galas de lentejuela y abrigos de mink. El concierto resultó muy bueno, pero, por haberse realizado muy cerca de la Navidad, con un tinte un tanto sacro para mi gusto.
Imaginé que la suite presidencial sería ocupada por el tenor, pero, al llegar al Chablé, nos enteramos de que no fue así.
Yo llegué ya bronceado a la Riviera Maya; venía de otras playas del Pacífico en donde me había refugiado en una especie de retiro de escritor. Pero el sol parecía estar enterado del evento, pues estuvo presente a lo largo de todos los días. Y no solo presente y a todo color y calor, sino manteniendo alejados a los dioses mayas de la lluvia.
Ese sábado, día del concierto, no era un sábado normal. Se respiraba ansiedad. Casi como una nube de humo se veía que todos los huéspedes del hotel esperaban que la manecilla del reloj llegara a las cuatro, hora en que abrían las puertas del concierto. Algunos ansiosos acudieron desde ese momento. Nosotros, en cambio, decidimos caminar los dos kilómetros de blanca arena que separaban el gran escenario de nuestro hotel.
Supe después, por Enrique y Carlos, compañeros del IPADE que también asistieron al evento, que la entrada por carro había sido una aventura en sí misma, pues la angosta carretera que cruza el manglar tenía que dejar pasar a más de cinco mil asistentes. A pesar de esa desorganización, para las ocho y media todas las sillas montadas en la arena lucían llenas.
El escenario era majestuoso: andamios de entre diez y quince metros de altura forrados de tapiz negro, tres gigantescas pantallas, todo formando un gran espacio para albergar a la Sinfónica de Yucatán. El mar constituía un elemento más de esa escenografía que provocaba un profundo impacto, dado que se entremezclaba con los efectos visuales de las pantallas.
Ataviados con guayaberas, vestidos de playa, sandalias y mocasines, los asistentes esperábamos la primera llamada cuando los músicos de la Orquesta Sinfónica de Yucatán comenzaron a ocupar sus lugares a las nueve en punto de la noche.
Con el mar y decenas de yates a un costado, los instrumentos comenzaron a calentar motores mientras el público seguía ingresando sin cesar al recinto al aire libre. Los aplausos y silbidos de ansiedad se dejaban escuchar.
A las nueve de la noche con cuatro minutos apareció Eugene Kohn, el mismo director del concierto de Plácido Domingo en Chichén Itzá hace algunos ayeres, también con la Orquesta Sinfónica de Yucatán.
Las primeras notas invadieron el aire con La danza de las horas, de La Gioconda.
Bocelli apareció vestido con un elegante esmoquin negro, el saco estampado con vivos negros de terciopelo, piel muy bronceada y el pelo entrecano peinado hacia atrás. El director fue a recibirlo y lo acompañó hasta su micrófono en la parte frontal del escenario. Los aplausos y vítores no se hicieron esperar.
La magistral interpretación de piezas excelentes, sumada a los colores de un ocaso que nos bañó desde el cielo a los miles de asistentes con luces multicolores, como si la naturaleza también hubiese querido participar en esta sesión que quedará en el recuerdo de todos, hizo que Bocelli, por una noche, lograra el cometido de poner el paraíso más cerca de México.
Gracias a que fue realizado en un territorio de por sí paradisíaco, y a su muy cuidado repertorio que mezcló un cuadro operístico y otro de canciones más actuales, separadas por un intermedio, no solo salí más que satisfecho, sino también convencido de que este ha sido uno de los concierto más importantes de los últimos años.
Asombra la capacidad de Bocelli para cruzar ambas fronteras sin pudor, envuelto en una especie de misticismo que hipnotiza a la audiencia con una prodigiosa voz que representa lo mejor y lo más bello del espíritu humano.
Es justo esa hermosa combinación la mayor virtud que el concierto tuvo, pues, luego de escuchar obras de Giacomo Puccini o Giuseppe Verdi, contemplar escenas de plazas de toros proyectándose en las inmensas pantallas para deleitarnos con Granada, de Agustín Lara, y después escuchar la melodía más tocada en el mundo, el Bésame mucho, de Consuelo Velázquez, cumple una fantasía en un mundo donde todos los gustos caben. Faltó solo que cantara una canción de Juan Gabriel.
Ni qué decir de las espléndidas actuaciones como las de Susana Zabaleta quien, con toda su personalidad y el desacato que le caracteriza, le pidió al director que le besara el hombro… y un poquito más abajo. Ella engalanó la función con su inolvidable interpretación de Contigo en la distancia y Vivo por ella al lado de Bocelli. O la participación de Virginia Bocelli, hija del cantante, con Hallelujah, y hasta Perfect Symphony, de Ed Sheeran, interpretada junto a su hijo Matteo Bocelli, quien precisamente aprovechó su visita a México, como parte del elenco de esta noche, para presentar su primer sencillo en español, Dime.
Matteo hizo suspirar a todas las mujeres asistentes, desde las jóvenes hasta las mayores de sesenta. Vistió, al igual que su padre, un esmoquin negro, sumamente elegante y, tras él, se proyectó un video en que aparecía con su grupo musical en alguno de los coliseos italianos. Sus tres interpretaciones fueron melodiosas, con buen ritmo, y cada una en un idioma distinto.
Así, mientras el tenor se prodigaba en mantener vivos su leyenda y su legado, acompañado en el escenario por unos hijos llenos de talento heredado del padre, los privilegiados que asistimos nos encontramos en el éxtasis total.
A la mañana siguiente, todavía entonando algunas canciones del día anterior, me quedé reflexionando sobre mi reciente sesión en el IPADE, cuyo tema fue el proceso de sucesión en las empresas familiares, y su relación con el magistral concierto de Bocelli y la participación de sus hijos.
Andrea Bocelli es una empresa y una marca reconocida en todo el mundo: factura poco más de noventa millones de dólares al año; tiene una fundación que ayuda a llevar agua potable a lugares remotos en África; tiene su propio viñedo y vinos con marca propia, y da conciertos en los mejores teatros, salas de concierto y lugares públicos.
Como exitosa empresa multinacional, innova productos, distintos cada temporada: el tipo de canciones y los lugares donde se presenta. Explora otros mercados y otros canales de venta: Conciertos en las capitales de Europa y en las playas de México. Además de cantar en cuatro o cinco idiomas abriendo su espectro de potenciales clientes. Contrata y retiene al mejor personal: Invitados de lujo en cada uno de sus conciertos, un equipo de logística que prepara hasta el mínimo detalle y que lo han acompañado en gran parte de su trayectoria.
Pero su tiempo, igual que el de todos, es finito. Una vez que dejara de cantar o de presentarse en público, su empresa y su marca comenzarían a perder, como cualquier industria que deja de ser competitiva en el mercado que atiende.
Mi socio, el presidente de Southern States, me ha dicho lo siguiente:
Hablando del negocio, digamos que constituiste uno nuevo. Esa empresa no es solo tuya; ahora pertenece a los empleados, a tu comunidad, a tu país… Ahora pertenece al mundo. La postura que nos hace pensar “soy el dueño de este negocio” es incorrecta. La forma en la que tienes que pensar es: creaste algo, te beneficiaste de ello, pero ahora pertenece a una comunidad mucho más amplia y tiene que seguir creciendo bajo tu cuidado.
Entonces, eres el mayordomo de la empresa. Podrás ser el dueño y venderla o transferirla; pero tienes que ser un buen mayordomo y no darla a alguien que la destruirá, sino a alguien que la mejore. Y que sea perpetua en el tiempo.
Su comentario me lleva a pensar que, además de la noche de éxtasis que vivimos, Bocelli nos deja una lección: él y su empresa se está perpetuando a través de sus hijos. Él fue el fundador y creador de ese negocio y de esta marca, pero no dejará que se pierda cuando él ya no esté. Al contrario, quiere que se mantenga viva, y qué mejor que a través de sus hijos: los enseña a vestir, a viajar, a comportarse, a compartir. Seguramente también a cantar, aunque no cuenten con el privilegio de su voz.
Esta es una lección de negocios sobre la que vale la pena reflexionar.